Horas graves en Catalunya8 min read

10 Ottobre 2017 Uncategorized -

Horas graves en Catalunya8 min read

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@ Oscar Minyo Visual Hunt

(por Lídia Brun, economista e investigadora doctoral en la Universidad Libre de Bruselas)

Mientras las imágenes de policías protegidos y armados reprimiendo violentamente a gente desprotegida y desarmada que hacía cola para votar circulaban a toda velocidad por las redes sociales y colmaban portadas de prensa internacional, el presidente del gobierno español, Mariano Rajoy, comparecía en rueda de prensa sin preguntas para asegurar que se había cumplido la ley, y felicitaba a las fuerzas de seguridad. Quizás esta sea la imagen más elocuente del abismo brutal entre una amplia mayoría de la sociedad catalana y el Estado del que de momento forma parte. A pesar de que múltiples voces expresaban desde hace semanas una preocupación creciente por un inevitable “choque de trenes”, la velocidad en la que ha escalado el conflicto y la crudeza del cariz que ha tomado nos han pillado a la mayoría por sorpresa. Y constatamos con desasosiego este abismo creciente entre las partes llamadas a entenderse.

Hasta ahora, el llamado “procés” independentista parecía una carta de perpetua distracción bien jugada en manos de unos y otros gobernantes. No se puede negar que este proceso originalmente genuino y a posteriori intensamente fabricado, ha permitido tanto al gobierno catalán como al español azuzar las banderas respectivas para sortear la crisis de legitimidad política derivada no sólo de su corrupción sistémica sino también del manejo regresivo de la crisis económica y la aplicación de políticas de austeridad que la han sucedido. El apoyo al independentismo en Catalunya ha aumentado de manera espectacular en la última década, por una combinación de desencanto por la negativa del Estado ante demandas de más autonomía, pero también porque el gobierno de la Generalitat lo ha promovido activamente, y por una tendencia generalizada al repliegue nacional como respuesta a la depauperación material.

A pesar de todo, el independentismo no ha conseguido interpelar a un número de gente suficiente en Catalunya como para darle legitimidad a la vía unilateral, a todas luces ilegal. De hecho, genera un rechazo fuerte entre las clases populares con identidad plural y a sectores de la izquierda que lo leen como una maniobra del nacionalismo conservador catalán, a quién este proceso le ha permitido agarrarse a la presidencia de la Generalitat cuando las encuestas sugieren que su apoyo electoral se ha desplomado. Y es que por mucho que se pretenda llenar al movimiento independentista de contenido político, la concreción de la fórmula social de la futura República Catalana ha sido escasa, más allá de eslóganes vacíos y contraposiciones con la realidad española. El supuesto tinte progresista con el que siempre se ha querido envolver el catalanismo conservador tiene nula credibilidad ante un gobierno que aplicó los mayores recortes de gasto público o mantiene la sanidad pública más privatizada del Estado.

Creo que es imposible entender el procés independentista sin tener en cuenta la situación económica, y enmarcarlo en el seno de una sociedad occidental que ha sufrido grandes aumentos de la precarización y la desigualdad, con unas clases medias en descomposición y unas lógicas políticas que han sustituido las organizaciones de clase por una articulación en función de la identidad nacional. Y en la sociedad catalana, formada por amplias capas de población con antepasados que emigraron del resto de España, la identidad persiste en las opciones políticas de la ciudadanía catalana y sitúa el conflicto en un terreno peligroso. Por otro lado, no es un conflicto planteado en términos emancipadores del siglo XXI, donde se dote de contenido riguroso palabras como soberanía, donde se haga un análisis crítico de la vigencia de instituciones como el Estado-nación, y cuyo componente más destacado es la transversalidad de clase. A las personas poco dadas a pasiones patrióticas, no nos deja de entristecer ver cómo se articula la contestación ciudadana con una lógica horizontal y de manera acrítica con el gobierno, cuando hay cuestiones sociales, políticas y democráticas de gran calado que pasan desapercibidas. Todo por la patria.

Sin embargo, la acción represiva del Estado el 1O ha sobrepasado los límites de lo tolerable y ha provocado una quiebra brutal en una buena parte de la ciudadanía catalana. El gobierno de Rajoy ha sido la mayor fábrica de independentistas de la historia, con su conservadurismo rancio, su fagocitación del nacionalismo españolista y su violación sistemática del Estado de derecho. Mientras a semanas del referéndum, el 1O parecía una repetición de la consulta del 9N, la intervención represiva del Estado ha contribuido de manera decisiva a su éxito, decantando a muchas personas indecisas a votar y a hacerlo por el Sí. Además, ha propiciado una imagen inolvidable: porras contra urnas. El PP y el Estado han mostrado su peor cara: el autoritarismo intransigente y una escasa cultura democrática. El gobierno catalán ha ganado el relato propagandístico por goleada.

¿Y ahora qué? Parece que el gobierno catalán está dispuesto a declarar la independencia en base a los resultados del 1O. Por un lado, dado que votó el 42% de censo (un 90% Sí), está claro que la mayoría independentista no es suficiente para legitimar esta vía unilateral. Además, una DUI situaría a Catalunya, ya medio intervenida administrativamente, en un terreno legal y político muy incierto. Y mucha gente que se decantó por apoyar el 1O ante la represión del Estado se sentiría manipulada. Sin embargo, los socios parlamentarios del gobierno catalán, no parecen querer aceptar nada menos, a riesgo de retirar el apoyo y provocar elecciones autonómicas. Al final se optará por una fórmula “en diferido”, en un intento de ganar tiempo para negociar. Las palabras de Puigdemont y su gobierno piden a gritos sordos una salida negociada que les permita evitar el salto al vacío. Pero al mismo tiempo saben que un aumento del grado de represión los legitima y no tienen plan B.

Ante este escenario, la baza del gobierno catalán consiste en una eventual intervención internacional ante la represión. Pero a pesar de la pérdida de credibilidad del gobierno por la gestión represiva del 1O, España sigue siendo la cuarta economía de una Eurozona en equilibrio precario y con pocas ganas de juerga. En el análisis de la realidad comunitaria, sigue el Brexit como telón de fondo traumático, el presidente francés Macron tiene algo de lobo solitario y Italia está en su desgobierno habitual y con un sistema financiero inestable. Guste o no, Rajoy es el socio preferente de la todopoderosa Alemania (aunque Merkel está en plena negociación para formar gobierno con Die Grünen, que siempre han mostrado su apoyo al derecho a decidir en Catalunya). Además, todos los estados europeos tienen miedo a sus propios regionalismos, y aceptar la vía catalana sería abrir una caja de pandora. Muchos independentistas se han sentido decepcionados con esta reacción tibia en Europa, a pesar de que se haya repetido por activa y por pasiva que se trataba de asunto interno. Sirva de precedente la actitud permisiva de la UE ante Víctor Orban, el presidente húngaro, que sigue formando parte del Partido Popular Europeo.

Por su lado, la actitud del gobierno español clama al cielo y da miedo. Parece que Rajoy ha renunciado a ser el Presidente en Catalunya y esté actuando meramente para satisfacer a su propio público, que le exige mucha más firmeza, dando rienda suelta al nacionalismo español más ultra y visceral. El PP se siente cómodo utilizando el desafío catalán para pasar el rodillo de la unidad de la patria y exigir a su socio de gobierno, C’s, y al PSOE, que está situado en la subalternidad total, el alineamiento incondicional con el gobierno. Rajoy piensa que puede aplastar el independentismo con la fuerza de la ley y sin ninguna concesión. Para ello baraja la aplicación de sendos artículos de la Constitución, el 155 y el 116, que le permitirían la intervención de la administración catalana (e incluso convocar elecciones autonómicas) y declarar el estado de excepción, respectivamente. El PP se limita a recoger la siembra del anti-catalanismo que lleva atizando mucho tiempo, y parece que está dispuesto a pagar el coste de una represión violenta.

La situación es muy grave e invita al pesimismo. A corto plazo, una escalada violenta no es descartable. A largo plazo, ha emergido una preponderancia de la clave nacional como articuladora principal de identidades políticas, dificultando la disputa del discurso con significados progresistas y estrechando los horizontes de emancipación real. En estos momentos, es imprescindible detener la escalada, rebajar la tensión y abrir vías para el diálogo. Para mí, una razón para la esperanza la constituyen las movilizaciones de solidaridad con Catalunya en el resto del Estado y la convocatoria de parlem/hablemos del 7 de octubre, donde se atisbó una lógica 15mayista, post-identitaria, que clamaba por el cese de las hostilidades y pedía a ambos gobiernos que se sentaran a negociar. Si se consigue crear un sentido común alternativo, inclusivo y de reconocimiento mútuo, que desarticule simultáneamente ambas pulsiones nacional-identitarias, quizás haya posibilidades de desborde en clave democrática. Sólo así es posible que se den las condiciones para actualizar la configuración territorial de manera democrática y aprovechemos la hora grave para mejorar en común.

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